Los adolescentes infractores a la ley penal son un grupo poblacional impopular para el resto de una sociedad que sigue procurando y estimulando el castigo en vez de la formación. En Villavicencio he sido testigo de excepción del crecimiento del fenómeno, año tras año, sin que despleguemos políticas públicas de alto impacto que busquen la participación e inclusión social de nuestros jóvenes y por el contrario, seguimos centrados en la necesidad de construir más centros que reformen milagrosamente sus conductas anómalas.
El delito atrae con mucha fuerza a nuestros jóvenes por diversos motivos, dignos de tratar más adelante, y por lo general termina ganando la partida cuando se presenta la deserción escolar, situación que trasciende de una decisión particular del adolescente para mostrar las grandes debilidades de un sistema educativo que se obstina en no abordar con especificidad la problemática dentro de sus planteles y tener como única estrategia de afrontamiento la expulsión; una familia incapaz de generar procesos formativos adecuados y una sociedad que no ofrece respuestas y oportunidades a las necesidades de inserción de nuestros adolescentes en alto riesgo.
No se puede entender la problemática infractora de un joven como el resultado individual y privado de una mala decisión del muchacho, ni echarle la culpa a una familia con débiles estrategias de formación. Esto va más allá y cabe preguntarnos, entonces, por los programas regionales y municipales que se ejecutan buscando la prevención al fenómeno, pero no me refiero a una prevención de “charlas y talleres”, sino que obedezca a un proceso de articulación que permita la participación, la educación con calidad y la oferta laboral de que hablan la Constitución Nacional y la Ley de Infancia y Adolescencia.